viernes, 10 de febrero de 2017

GUÍA HISTÓRICA, MÍSTICA Y MISTERIOSA DE TIERRA SANTA


Jerusalén huele a incienso, pero también a cera y a alfombras persas de miles de nudos donde los hijos del Islam se postran para rezar a un mismo Dios. Jerusalén fue tres veces santa porque Jesús caminó por sus calles. Porque aquí, bajo el Cenáculo, el rey David descansa hasta el día de la resurrección; y porque desde la roca que hay bajo el Domo, en la Explanada de las Mezquitas, el profeta Mahoma hizo su viaje nocturno al Trono de Dios.

Pero Jerusalén, como antaño, sigue siendo santa porque, en diversos lugares de la ciudad todavía se esconden viejos eruditos que se dedican a pasarse los secretos de la creación al oído, uno por uno, en sus silentes reuniones, donde la oscuridad es su fiel aliada. Esos secretos que están ocultos en el Tanaj – Antiguo Testamento - pero también en los versos del Corán e incluso en las parábolas de los Evangelios.

Los verdaderos peregrinos que llegan a Jerusalén no quieren conquistar la ciudad, sino más bien ser conquistados por ella. Por la magia de sus noches, por el aroma de sus zocos y por el embrujo de sus lugares sagrados.  Da igual si se llama a la oración con el repicar de unas campanas, con el sonido del shofar o con el canto del muecín, porque fue entre estos olivos donde nació nuestra fe y es bajo este cielo cargado de ilusiones donde se alimenta.

Reyes y Emperadores se han sentado en su trono. Profetas y herejes han horadado sus colinas. Soldados romanos, persas, egipcios y babilónicos la destrozaron en innumerables ocasiones, pero Jerusalén siempre ha vuelto a ponerse en pie. La Ciudad de la Paz se yergue hoy en el corazón de Israel como la promesa de lo que algún día podría ser. Como la esperanza inmaculada de un sueño que anhela hacerse realidad. Una ilusión que sus habitantes, y la mayoría de peregrinos que llegan hasta aquí, empero han olvidado.

Lo que para el descreído no son más que un conjunto de páramos secos y tierras áridas sin ningún valor, para los creyentes de las tres religiones Abrahámicas, es el lugar más preciado del mundo; el país de las siete especies - uvas, trigo, cebada, higos, aceitunas, dátiles y granadas. El enclave en que la Biblia sitúa el Templo de Salomón, donde el hombre podía comunicarse con Dios; La montaña que escuchó las palabras de Jesús, un carpintero de Nazaret que dejó su oficio para convertirse en el Mesías de los pobres y en la nueva luz del mundo; Y el río del renacimiento, que aquí llaman Jordán, el cual es capaz devolverte a la orilla convertido en un hijo de Dios.

Desde los altos del Golán hasta Egipto, cada una de las rocas, árboles e incluso granos de arena de esta pequeña parcela del mundo, son sagrados porque pudieron ser testigos de las historias más relevantes de la humanidad. Aquellas que tienen como protagonista a un único Dios y a unos hombres que en tanto parecen querer acercarse como alejarse de Él.

Hasta aquí vinieron unos extraños Magos, los primeros peregrinos, procedentes quizás de Persia, para traer regalos al niño que estaba destinado a cambiar el destino de los hombres. Un niño que venía profetizándose desde las primeras páginas del libro del Génesis, y que, hace poco menos de dos mil años, creció a la vera de estos campos, de estos olivos, de este mar y de este desierto.

En algún lugar debajo de la Explanada de las Mezquitas, o de las inmediaciones de la tumba desconocida de Moisés en los montes Abarim, Jordania, se encuentra escondida el Arca de la Alianza. Una caja de madera y oro que tiene el poder de separar los ríos y de comunicarnos directamente con Hashem, el Dios de la montaña.

En este río bautizaba un tal Juan, el profeta del desierto, cuya cabeza pidió Salomé a Herodes Antipas como premio por un mísero baile.

Desde aquí partió Jacob huyendo de la hambruna para llegar a Egipto, donde a la postre sus hijos serían esclavizados. Y hasta aquí volvieron los descendientes de aquellos Israelitas que fueron testigos de la separación de las aguas del Mar Rojo, que más tarde atraparon entre sus abisales profundidades a los ejércitos del faraón.

En el Sinaí, Yahvé se presentó en forma de zarza ardiente ante corazón prendido de un hombre; y desde la cumbre del Horeb hizo descender sus Leyes a una comunidad que, desafortunadamente, miraba hacia otro lado. Esas normas que todavía, más de tres mil años después, siguen guiando la vida de muchos hombres y mujeres de buena voluntad.

Pero si todo esto aún no ha conseguido seducirles, déjenme también hablarles de los días de Herodes el Grande, del Templo de Jerusalén y de la Fortaleza Antonia. Viajen conmigo a Caná de Galilea, a Cafarnaúm y a Nazareth, buscando las huellas de un tal Jesús, al que llaman el Cristo. Y de unos caballeros de origen francés que se encerraron en el palacio del rey Balduino I, donde antiguamente se ubicaban las caballerizas del Templo, para escavar sin descanso hasta que encontraron algo que les hizo enormemente ricos y poderosos. De cómo las guerras fratricidas entre cristianos y musulmanes, que llamamos cruzadas, terminaron con un apretón de manos entre Federico II y el sultán al Kamil.

Permítanme que les cuente la historia de una tierra que fue testigo de los prodigios más increíbles de la humanidad, donde la Mirada del Señor todavía está puesta en el Muro Occidental, en la Cúpula de la Roca y en la Vía Dolorosa.

No obstante, antes de continuar, permítanme también prevenirles, porque el lugar donde vamos a entrar, es sagrado. Por tanto, háganse merecedores de dicha condición y respondan, como tantos otros peregrinos con el correr de los siglos, al llamado de Jerusalén, donde podremos escuchar las voces de nuestros hermanos y hermanas, que quedaron atrapadas en el tiempo, rezando en cada capilla, en cada templo, en cada mezquita y en cada sinagoga. Dejemos que Jerusalén nos cambie y busquemos, además de los lugares litúrgicos, los enclaves históricos donde se produjeron los relatos que hemos venido leyendo en la Torah, en los Evangelios y en el Corán.

Guiémonos con el corazón mientras dejamos que la mente se entretenga recitando las jaculatorias propias de nuestra religión. Aquí, bajo estos cielos, en el verdor de los campos de Galilea, entre las pirámides de Egipto, en Kadesh Barnea y en el monte Tabor está la presencia del Señor… Velad, en la siguiente página empieza nuestra peregrinación, hay que estar listos.