domingo, 19 de enero de 2014

Un corazón que sienta




“En cierta ocasión, Dios, bendito sea Su Nombre, llamó a Moisés desde el Sinaí y le pidió que le subiera a la persona con el corazón más hermoso y perfecto de toda la comunidad. Así, cuando bajó del monte, congregó a la multitud y eligieron a un joven cuyo corazón no tenía ninguna marca aparente ni rasguño alguno, lo subieron y lo pusieron en el altar. No obstante, Dios, contemplándolo, le preguntó a Moisés - ¿No te he dicho que quería que me trajeras un corazón perfecto? ¿Por qué me subes éste? Anda, baja y súbeme lo que te he pedido – Desconcertado, Moisés bajó de nuevo junto al joven y contó lo sucedido, eligiendo a una persona que había estado toda su vida en reclusión, cuyo corazón no tenía ninguna herida y era grande y vigoroso. No obstante, cuando Dios le vio, le hizo la misma pregunta y lo devolvió. Así, uno a uno fueron subiendo todos los que creyeron tener un corazón perfecto hasta que sólo quedó un anciano cuyo corazón estaba lleno de cicatrices y le faltaban algunos trozos que habían sido reemplazados por otros que no encajaban demasiado bien, incluso tenía lugares donde no había carne y estaba hecho un desastre. No obstante, subiendo, cuando Dios le vio, se alegró mucho y dijo a Moisés. - ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! Este es el corazón más bello que he visto nunca. ¡Este es un corazón semejante al mío! – Moisés, desconcertado, preguntó: - ¿Señor, cómo puede ser este corazón más hermoso que los anteriores? ¿Cómo puede ser éste semejante al tuyo si tú eres perfecto? – a lo que Dios respondió – Mira al anciano, cada cicatriz representa una persona a la que entregó todo su amor. Arrancó trozos de su corazón para darlos, sin pedir nada a cambio. Algunos también le regalaron trozos de los suyos, que él ha colocado en el lugar que quedó abierto pero, como las piezas no eran iguales, el corazón parece irregular. Hubo momentos en los que entregó un trozo a alguien, pero esa persona no le ofreció un poco del suyo y ahí quedaron huecos. Si pudieras ver Mi Corazón, hijo mío… Dar amor es arriesgar, pero a pesar del dolor que las heridas Me producen, igualmente Me recuerdan que sigo amando a esas personas, y eso me da esperanza de que algún día regresen y llenen el vació que dejaron en Mí. ¿Comprendes ahora qué es un corazón verdaderamente hermoso y perfecto? – Moisés, llorando desconsolado, se arrancó un trozo de su corazón y se lo ofreció a Dios, y Dios lo recibió y lo colocó en su corazón. Luego Dios arrancó un trozo del Suyo y se lo dio a Moisés, tapando la herida abierta. La pieza se amoldó, pero no a la perfección. Entonces Moisés miró su corazón, ya no era perfecto, pero le hacía sentir mejor porque el Amor de Dios”

"LA BÚSQUEDA DEL SILENCIO" Un nuevo capítulo de "la Taberna del Derviche Blanco", en el mítico programa de radio "Espacio en Blanco", 18/01/2014 a partir de la segunda hora y minuto 34. Espero que les guste...

http://www.rtve.es/alacarta/audios/espacio-en-blanco/espacio-blanco-2-180114/2324929/

lunes, 13 de enero de 2014

LA ESPERANZA INDIA

 
La India te destruye para volver a crearte. Pierdes tu alma con cada súplica de limosna no atendida o ignorando las oraciones que podrías haber realizado en el interior de alguno de los millones de templos que se extienden a lo ancho y largo del país, de las pagodas, de las mezquitas e iglesias.
Pero la nueva India no ha olvidado el sistema de castas, no se ha contagiado de la bondad de Mahatma Gandhi, ni sus dirigentes han aprendido a servir al pueblo como Teresa de Calcuta. No obstante, la India lo es todo. Es magia en estado puro, espiritualidad a raudales. Es la guardiana y portadora de los secretos del mundo antiguo y de los reinos que conviven por debajo y por encima de éste.

La India es la cuna de numerosos hombres santos, de renunciantes, de beatos iluminados y de portadores de ocultos secretos. ¡La India es mística e historia de la mística! No hay otro lugar en la tierra que se le pueda comparar. Los antiguos santuarios sufíes de Delhi, mausoleos de héroes espirituales que adoptaron el camino de la religión interior, duermen ahora bajo el polvo de la ciudad siendo víctima de los estragos del tiempo
Sus calles son sucias y están atestadas de gente. Los vehículos circulan sin control entre los peatones, que se juegan la vida para alcanzar la otra orilla. Miles de personas salen diariamente a la calle, acompañando al sol, en su lucha común para poder traer algo de dinero a casa. Centenares de ancianos sin familia y sin hogar esperan pacientemente la llegada de la dulce muerte sentados en las aceras de las ciudades, viendo pasar un mundo, que no se ha apiadado de ellos. Igualmente, los niños de las castas más bajas vagabundean como fantasmas esperando ver el rostro de algún turista despistado al que puedan suplicar algunas monedas.

Este país, recogiendo el legado del manuscrito “Las Leyes de Manu” está divido en cuatro castas mayores y miles de sub-castas. Cada persona, según su karma, pertenece por derecho de sangre a uno de los cuatro grupos endogámicos, de los que sólo la muerte o el Islam los podrá liberar. 

Los Brahmanes son sacerdotes y estudiosos, nacidos de la cabeza de Brahma. Los Chatrias son guerreros, nacidos de los hombros de la deidad. Los Vaishias se dedican al comercio y la artesanía, naciendo de las caderas de Brahma, y los Sudras son los siervos, la clase baja, fundamentalmente obreros y campesinos, nacidos de los pies del dios.

Sin embargo, en la India existe otro grupo de personas de las que nadie habla. Seres que, por no tener, no tienen ni casta.
No se les considera hijos de Dios porque se supone que no han nacido de Él, son los llamados “intocables”. Quien se acerca a ellos queda contaminado de su maldición. También se les conoce como “los sin-nombre”, porque nadie los menciona, o por “los invisibles”, porque nadie quiere verlos, aunque están ahí, muriendo en cualquier esquina, en medio de la calle, o exiliados en Slum. Palabra que no tiene traducción porque la traducción a lenguas occidentales es demasiado terrible, ya que no hay nada aquí que podamos comparar.

Para hacernos una idea, estos Slum son vertederos donde malviven miles de seres humanos al amparo de la miseria más terrible, rodeados de ratas, gérmenes, excrementos y todo tipo de enfermedades.

Además de los anteriores, también se les conoce con el nombre de Dalit y se encargan de retirar los cadáveres de los animales, trabajan el cuero y realizan labores de limpieza, sobre todo de aseos y de otros lugares igualmente considerados impuros.

No tienen derecho a la escolarización de sus hijos, ni a asistencia médica, ni a vivir… y lo único que se espera de ellos es que mueran en silencio, pronto y sin molestar demasiado, porque hasta su presencia resulta molesta para algunos.

Amigo/amiga lector desconocido, te aseguro que no es lo mismo oír o leer sobre ellos que verlos con tus propios ojos. Cuando una realidad así se te presenta, el corazón no puede soportarla y alma intenta salir del cuerpo para no tener que presenciar tanto horror. Entonces las lágrimas emergen sin parar, porque el corazón no puede negar lo que ve, y el alma no puede quedar impasible ante el sufrimiento de seres humanos: bebés, niños, ancianos etc., nacidos en un infierno y condenados a morir en él sufriendo de la forma más terrible.

Si el alma aquí guarda silencio, si ante tanto sufrimiento la compasión no emerge, es que no eres un ser humano y, hayas nacido en la casta que hayas nacido, de la cabeza, los hombros, las caderas o los pies de Brahma, ¡no eres un Hijo de Dios! Cuando la compasión es extraña en una sociedad hay que empezar a reconocer que tenemos un problema.

Durante cuatro semanas había estado deambulando por la India, rodeándome de gente de todas clases, rezando junto a personas con enfermedades terribles, hablando con hombres y mujeres con las malformaciones más horrendas, escuchando historias de superación como no he conocido en otros lugares.

La lepra, que yo creí un resquicio del pasado, de tiempos bíblicos, es tan común en la India como una gripe, y no es extraño ver a alguien sentado pidiendo limosna en cualquier lugar con las manos vendadas por la falta de dedos o con el rostro tapado porque ha perdido la nariz.

Y, después de haber sufrido dos semanas por la ingesta de alimentos en mal estado, decidí, muy a mi pesar, frecuentar una franquicia de comida rápida norteamericana para evitar caer de nuevo en la prisión del inodoro. Fue en esto cuando, saliendo del hotel, buscando el restaurante antes de dar por terminado el día, que me topé con algo que todavía hoy no me he podido sacar de la cabeza. Entre la multitud que caminábamos ocupando las callejuelas, quiso mi mirada posarse en dos pequeñuelos, hermanos quizás, de no más de cuatro y cinco años, o tres y cuatro, de los llamados Dalit, con ropas roídas y pies descalzos, que caminaban de la mano delante de mí. Su piel sucia y oscura, y sus cuerpos demacrados denunciaban su linaje sin dificultad.

Me resultó tan tierna la escena que no quise apartar mi mirada de ellos hasta que un muchacho en un ciclomotor pasó rozándome el brazo y se puso delante de mí. Sin dar crédito, vi cómo paraba al lado de los pequeños y estiraba una de sus piernas para patearlos. En ese momento tuve que reaccionar. No lo pensé mucho y golpeé su motocicleta en la rueda trasera, haciéndolo caer al suelo mientras, en pie frente a él, le advertí que no iba a permitir que los golpeara.

Incluso después de haber pasado tantos días allí, no podía creer que cosas semejantes ocurrieran todavía en esta parte del mundo.

El muchacho se levantó, cogió su moto y se fue mirándome sorprendido. Tan sorprendidos como los dos pequeños que, con sus grandes ojos oscuros, no apartaban la vista de mí. Tan sorprendidos también como yo de haber sido testigo de un acto tan atroz.

Sin darles tiempo a reaccionar, los cogí de la mano y los llevé conmigo para que pudieran comer algo quizás por primera vez en todo el día. En esos momentos, sintiendo sus pequeñas y delgadas manitas y bracitos entre los míos, me sentí más cerca de Dios que en cualquier templo o mezquita.
Siempre le he pedido a mi Padre del Cielo que no me suelte de su mano. Ahora, sin embargo, era Él quien tomaba la forma de dos niños pequeños y me dejaba coger la Suya.

No obstante, hasta aquí la historia podría haber tenido un final feliz, pero mi estupor se vio colapsado cuando el vigilante de seguridad del restaurante me detuvo, advirtiéndome que los dos pequeños no podían pasar al recinto.

Con la rabia interior desbocada, aparté su mano de mí y le dije que ellos pasarían conmigo, que les compraría lo que quisieran y que lo tomaríamos sentados en el local. Pero el hombre, amenazándome, echando mano de su porra, fue contundente. ¡Los pequeños no pasarían! Todo lo que ellos tocaban quedaba contaminado.

Apelé a su compasión. Le pregunté si tenía hijos. Le dije que los mirara como si fueran de su propia carne, pero nada de esto hizo mella en un corazón de piedra.

Evaluando la situación, intentando enfriar la sangre, apreté los puños y me rendí. ¿Qué podía hacer? ¿Luchar contra todo un país, contra una cultura?

Con el alma en los pies, entré en el lugar y compré algo de comer, que entregué a los pequeños mientras yo regresaba al hotel sin saber cómo hacer para digerir lo ocurrido. Tuve que irme corriendo de su lado porque no quería que me vieran llorar. Como dije, la India te destruye para crearte de nuevo, y es en estos momentos donde realmente sale a relucir quién eres en realidad y no lo que creías ser.

El día siguiente lo pasé en el hotel sin poder salir, ahogado por la pena. Al caer la noche volví a buscarlos por el barrio, pero no los encontré.

Totalmente asfixiado de dolor, cambié el billete que me llevaría a Varanasi, y posteriormente a Katmandú, y regresé a España. Estaba hundido, derrotado, muerto… suplicando a Dios una respuesta. ¿Qué podría hacer una insignificante rata como yo para ayudar a tantos seres que sufren? No obstante, la respuesta vino unos días después, cuando en televisión anunciaron la muerte de un señor llamado Vicente Ferrer, y en alguna cadena emitieron un reportaje sobre su vida y obra.

Antiguo Jesuita, Vicente no dudó en dejar la orden para servir a Dios de una manera más dura, luchando para dar derechos a quien no los tenían. Su fundación en la ciudad de Anantapur disputa todavía hoy por escolarizar a los Dalit, procurarles asistencia sanitaria y ofrecerles un futuro digno, ante los intereses demoníacos de algunos seres sin escrúpulos.

A partir de aquel instante me enamoré de Vicente Ferrer y colaboro con una cantidad mensual que, si bien gracias a Dios no ha callado la voz de mi conciencia, sabiendo que no es suficiente, al menos, unido a tantos otros seres con sangre en sus venas, estoy seguro de estar ayudado a los pobres más pobres del planeta, sintiéndome además honrado de pertenecer a la obra de quien siguió el ejemplo de Jesús como otros ya quisieran.

Suelo además contar esta historia allá donde voy para que, si en algo ha tocado sus corazones, hagan algo, que es muy poco pero a la vez tanto. En un túnel oscuro, la luz de una vela es menos que nada y puede guiarnos hacia la salida. Esa vela, en el distrito de Andhra Pradesh ya está encendida…