La
India te destruye para volver a crearte. Pierdes tu alma con cada súplica de
limosna no atendida o ignorando las oraciones que podrías haber realizado en el
interior de alguno de los millones de templos que se extienden a lo ancho y
largo del país, de las pagodas, de las mezquitas e iglesias.
Pero
la nueva India no ha olvidado el sistema de castas, no se ha contagiado de la
bondad de Mahatma Gandhi, ni sus
dirigentes han aprendido a servir al pueblo como Teresa de Calcuta. No obstante, la India lo es todo. Es magia en
estado puro, espiritualidad a raudales. Es la guardiana y portadora de los
secretos del mundo antiguo y de los reinos que conviven por debajo y por encima
de éste.
La
India es la cuna de numerosos hombres santos, de renunciantes, de beatos
iluminados y de portadores de ocultos secretos. ¡La India es mística e historia
de la mística! No hay otro lugar en la tierra que se le pueda comparar. Los
antiguos santuarios sufíes de Delhi, mausoleos de héroes espirituales que adoptaron
el camino de la religión interior, duermen ahora bajo el polvo de la ciudad
siendo víctima de los estragos del tiempo
Sus
calles son sucias y están atestadas de gente. Los vehículos circulan sin
control entre los peatones, que se juegan la vida para alcanzar la otra orilla.
Miles de personas salen diariamente a la calle, acompañando al sol, en su lucha
común para poder traer algo de dinero a casa. Centenares de ancianos sin
familia y sin hogar esperan pacientemente la llegada de la dulce muerte sentados
en las aceras de las ciudades, viendo pasar un mundo, que no se ha apiadado de
ellos. Igualmente, los niños de las castas más bajas vagabundean como fantasmas
esperando ver el rostro de algún turista despistado al que puedan suplicar
algunas monedas.
Este país, recogiendo el legado del manuscrito “Las Leyes de Manu” está divido en
cuatro castas mayores y miles de sub-castas. Cada persona, según su karma,
pertenece por derecho de sangre a uno de los cuatro grupos endogámicos, de los
que sólo la muerte o el Islam los podrá liberar.
Los Brahmanes son
sacerdotes y estudiosos, nacidos de la cabeza de Brahma. Los Chatrias son guerreros, nacidos de los
hombros de la deidad. Los Vaishias se
dedican al comercio y la artesanía, naciendo de las caderas de Brahma, y los
Sudras son los siervos, la clase baja, fundamentalmente obreros y campesinos,
nacidos de los pies del dios.
Sin embargo, en la India existe otro grupo de personas de las que
nadie habla. Seres que, por no tener, no tienen ni casta.
No se les considera hijos de Dios porque se supone que no han
nacido de Él, son los llamados “intocables”. Quien se acerca a ellos queda
contaminado de su maldición. También se les conoce como “los sin-nombre”,
porque nadie los menciona, o por “los invisibles”, porque nadie quiere verlos,
aunque están ahí, muriendo en cualquier esquina, en medio de la calle, o
exiliados en Slum. Palabra que no tiene traducción porque la traducción a
lenguas occidentales es demasiado terrible, ya que no hay nada aquí que podamos
comparar.
Para hacernos una idea, estos Slum son vertederos donde malviven
miles de seres humanos al amparo de la miseria más terrible, rodeados de ratas,
gérmenes, excrementos y todo tipo de enfermedades.
Además de los anteriores, también se les conoce con el nombre de
Dalit y se encargan de retirar los cadáveres de los animales, trabajan el cuero
y realizan labores de limpieza, sobre todo de aseos y de otros lugares
igualmente considerados impuros.
No tienen derecho a la escolarización de sus hijos, ni a asistencia
médica, ni a vivir… y lo único que se espera de ellos es que mueran en
silencio, pronto y sin molestar demasiado, porque hasta su presencia resulta
molesta para algunos.
Amigo/amiga
lector desconocido, te aseguro que no es lo mismo oír o leer sobre ellos que
verlos con tus propios ojos. Cuando una realidad así se te presenta, el corazón
no puede soportarla y alma intenta salir del cuerpo para no tener que
presenciar tanto horror. Entonces las lágrimas emergen sin parar, porque el
corazón no puede negar lo que ve, y el alma no puede quedar impasible ante el
sufrimiento de seres humanos: bebés, niños, ancianos etc., nacidos en un
infierno y condenados a morir en él sufriendo de la forma más terrible.
Si
el alma aquí guarda silencio, si ante tanto sufrimiento la compasión no emerge,
es que no eres un ser humano y, hayas nacido en la casta que hayas nacido, de
la cabeza, los hombros, las caderas o los pies de Brahma, ¡no eres un Hijo de
Dios! Cuando la compasión es extraña en una sociedad hay que empezar a
reconocer que tenemos un problema.
Durante
cuatro semanas había estado deambulando por la India, rodeándome de gente de
todas clases, rezando junto a personas con enfermedades terribles, hablando con
hombres y mujeres con las malformaciones más horrendas, escuchando historias de
superación como no he conocido en otros lugares.
La
lepra, que yo creí un resquicio del pasado, de tiempos bíblicos, es tan común
en la India como una gripe, y no es extraño ver a alguien sentado pidiendo
limosna en cualquier lugar con las manos vendadas por la falta de dedos o con
el rostro tapado porque ha perdido la nariz.
Y,
después de haber sufrido dos semanas por la ingesta de alimentos en mal estado,
decidí, muy a mi pesar, frecuentar una franquicia de comida rápida
norteamericana para evitar caer de nuevo en la prisión del inodoro. Fue en esto
cuando, saliendo del hotel, buscando el restaurante antes de dar por terminado
el día, que me topé con algo que todavía hoy no me he podido sacar de la
cabeza. Entre la multitud que caminábamos ocupando las callejuelas, quiso mi
mirada posarse en dos pequeñuelos, hermanos quizás, de no más de cuatro y cinco
años, o tres y cuatro, de los llamados Dalit, con ropas roídas y pies
descalzos, que caminaban de la mano delante de mí. Su piel sucia y oscura, y
sus cuerpos demacrados denunciaban su linaje sin dificultad.
Me
resultó tan tierna la escena que no quise apartar mi mirada de ellos hasta que
un muchacho en un ciclomotor pasó rozándome el brazo y se puso delante de mí.
Sin dar crédito, vi cómo paraba al lado de los pequeños y estiraba una de sus
piernas para patearlos. En ese momento tuve que reaccionar. No lo pensé mucho y
golpeé su motocicleta en la rueda trasera, haciéndolo caer al suelo mientras,
en pie frente a él, le advertí que no iba a permitir que los golpeara.
Incluso
después de haber pasado tantos días allí, no podía creer que cosas semejantes
ocurrieran todavía en esta parte del mundo.
El
muchacho se levantó, cogió su moto y se fue mirándome sorprendido. Tan sorprendidos
como los dos pequeños que, con sus grandes ojos oscuros, no apartaban la vista
de mí. Tan sorprendidos también como yo de haber sido testigo de un acto tan
atroz.
Sin
darles tiempo a reaccionar, los cogí de la mano y los llevé conmigo para que
pudieran comer algo quizás por primera vez en todo el día. En esos momentos,
sintiendo sus pequeñas y delgadas manitas y bracitos entre los míos, me sentí
más cerca de Dios que en cualquier templo o mezquita.
Siempre
le he pedido a mi Padre del Cielo que no me suelte de su mano. Ahora, sin
embargo, era Él quien tomaba la forma de dos niños pequeños y me dejaba coger
la Suya.
No
obstante, hasta aquí la historia podría haber tenido un final feliz, pero mi
estupor se vio colapsado cuando el vigilante de seguridad del restaurante me
detuvo, advirtiéndome que los dos pequeños no podían pasar al recinto.
Con
la rabia interior desbocada, aparté su mano de mí y le dije que ellos pasarían
conmigo, que les compraría lo que quisieran y que lo tomaríamos sentados en el
local. Pero el hombre, amenazándome, echando mano de su porra, fue contundente.
¡Los pequeños no pasarían! Todo lo que ellos tocaban quedaba contaminado.
Apelé
a su compasión. Le pregunté si tenía hijos. Le dije que los mirara como si
fueran de su propia carne, pero nada de esto hizo mella en un corazón de
piedra.
Evaluando
la situación, intentando enfriar la sangre, apreté los puños y me rendí. ¿Qué
podía hacer? ¿Luchar contra todo un país, contra una cultura?
Con
el alma en los pies, entré en el lugar y compré algo de comer, que entregué a
los pequeños mientras yo regresaba al hotel sin saber cómo hacer para digerir
lo ocurrido. Tuve que irme corriendo de su lado porque no quería que me vieran
llorar. Como dije, la India te destruye para crearte de nuevo, y es en estos
momentos donde realmente sale a relucir quién eres en realidad y no lo que
creías ser.
El
día siguiente lo pasé en el hotel sin poder salir, ahogado por la pena. Al caer
la noche volví a buscarlos por el barrio, pero no los encontré.
Totalmente
asfixiado de dolor, cambié el billete que me llevaría a Varanasi, y
posteriormente a Katmandú, y regresé a España. Estaba hundido, derrotado,
muerto… suplicando a Dios una respuesta. ¿Qué podría hacer una insignificante
rata como yo para ayudar a tantos seres que sufren? No obstante, la respuesta
vino unos días después, cuando en televisión anunciaron la muerte de un señor
llamado Vicente Ferrer, y en alguna cadena emitieron un reportaje sobre su vida
y obra.
Antiguo
Jesuita, Vicente no dudó en dejar la orden para servir a Dios de una manera más
dura, luchando para dar derechos a quien no los tenían. Su fundación en la
ciudad de Anantapur disputa todavía hoy por escolarizar a los Dalit,
procurarles asistencia sanitaria y ofrecerles un futuro digno, ante los
intereses demoníacos de algunos seres sin escrúpulos.
A
partir de aquel instante me enamoré de Vicente Ferrer y colaboro con una
cantidad mensual que, si bien gracias a Dios no ha callado la voz de mi conciencia,
sabiendo que no es suficiente, al menos, unido a tantos otros seres con sangre
en sus venas, estoy seguro de estar ayudado a los pobres más pobres del
planeta, sintiéndome además honrado de pertenecer a la obra de quien siguió el
ejemplo de Jesús como otros ya quisieran.
Suelo
además contar esta historia allá donde voy para que, si en algo ha tocado sus
corazones, hagan algo, que es muy poco pero a la vez tanto. En un túnel oscuro,
la luz de una vela es menos que nada y puede guiarnos hacia la salida. Esa
vela, en el distrito de Andhra Pradesh ya está encendida…