“Hace mucho tiempo, cuando los pueblos todavía eran nómadas y la vida transcurría al abrigo de sencillas tiendas de lona, buscando los pastos más adecuados para el ganado, cruzó el desierto de Canaán una familia de beduinos. El Padre, famoso en la región por su bondad y sabiduría, reunió a todos sus hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas, cargando sus pertenencias sobre los camellos, y salió a buscar su nuevo destino. Pero en la travesía, el camello que llevaba el tesoro de tantos años de esfuerzo, tropezó y cayó, desperdigándose las joyas sobre la fina arena. Así, el hombre, viendo lo sucedido, llamó a su familia y les dijo: - Mirad, estos son todos los tesoros que he guardado para vosotros. Que cada cual coja el que más le guste y se lo quede – Obedeciéndole, uno cogió una corona, buscando no obstante el permiso paterno con la mirada. Otro cogió un cetro, pidiendo igualmente permiso y recibiéndolo sin dificultad. Algunos tomaron anillos de oro, otros cogieron las túnicas de fina tela, gargantillas, pulseras y joyas. Solamente el más pequeño de los hermanos permaneció inmóvil al lado del Padre. Pero cuando el hombre se percató, miró a su hijo y le preguntó: - ¿Por qué no coges tú también lo que más te guste? – Padre – dijo el pequeño - ¿De veras puedo coger lo que más quiera? – Claro, hijo mío, toma el tesoro que desees - Entonces, el pequeño, poniéndose frente a él, lo abrazó fuertemente, acurrucándose en su regazo, y le dijo: - Padre, tú eres mi único Tesoro – Y el Padre, tocado en lo más profundo de su corazón, igualmente abrazó a su hijo contra su pecho sin poder contener las lágrimas”
Aquel Padre era Dios, y el nombre de Su Hijo, Jesús. El milagro de Jesús fue no hacer aprecio, ni desear, ni coger los tesoros que se esparcían por el suelo. Él había elegido a quien amar por encima del brillo del oro, del poder de la corona y del cetro, de la vanidad de las finas telas. Todo aquello le dejaba indiferente. Esas cosas no podían compararse con el corazón de su buen Padre. Jesús venció las tentaciones del mundo porque tenía corazón puesto en Dios. Ése fue el milagro de un hombre. La recompensa que recibió fue la resurrección, que el milagro de Dios. Porque de la misma manera que Jesús eligió al Señor por encima de Su creación, Dios eligió a Jesús por encima de todas Sus criaturas, diciéndole: - Tú eres mi Hijo Bienamado, en ti me complazco – Desde los días de Jesús, ambos milagros han ido siempre unidos, de la mano, mostrando el camino a seguir y la recompensa que nos espera si decidimos imitar el ejemplo de Cristo, que es repetir el milagro de un hombre, el mejor de todos nosotros, para poder ser ungidos por Dios. Después, el Señor le hizo Mesías y le sentó a su derecha. Cuando María Magdalena y las otras mujeres se acercaron la mañana de ese domingo con los perfumes y los ungüentos al huerto, los ángeles les encargan una tarea: - Id y decidles a sus discípulos que Jesús ha resucitado. - Ésa es la tarea del cristiano, además de intentar reproducir el milagro de Cristo, anunciar la Buena Nueva de Dios, que ha resucitado a Su Hijo. Por esa razón, los miembros de la iglesia oriental, el Domingo de Resurrección, se saludan diciendo: - ¡Cristo ha resucitado! ¡Qué bella saludación! Gritemos también todos juntos: - Cristo ha resucitado, Dios lo ha hecho posible, Él se ha manifestado. El sepulcro está vacío. Todas las dudas se han disuelto en el Amor. Eh aquí el milagro de Cristo y el milagro de Dios. - Maran Athá.
Manuel I. Fernández Muñoz