"Todas las tardes, una anciana salía de su habitación
en la residencia de mayores y paseaba por las inmediaciones del jardín,
caminando lentamente hasta el mirador de la antigua iglesia abandonada, donde
se sentaba en el único banco que todavía quedaba y esperaba el ocaso mientras
contemplaba cómo el sol iba coloreando el cielo con tonos azules, amarillos y anaranjados.
Así, hacía un repaso a lo que había sido su vida, al tiempo pasado, y al
inminente futuro, mientras se le escapaba algún que otro suspiro cargado de tristeza
y melancolía. Pero cierto día, cuando llegó al banco, ya estaba ocupado por
otra señora que, igual que ella, esperaba ver cómo se ocultaba el sol. La
anciana, sorprendida de ver a alguien en este lugar tan solitario, pidió
permiso para compartir el asiento, y la extraña, sonriendo con dulzura, le hizo
un hueco a su lado. Su rostro era extremadamente pálido, sus ojos estaban
cargados de paz y serenidad, y sus vestidos desprendían un agradable perfume a
rosas. Sin embargo, la anciana no quiso decir nada y, discreta, después de ver
ponerse el sol, se despidió cortésmente. No obstante, al día siguiente se
volvió a repetir la escena, pero esta vez la anciana no pudo evitar que de sus
ojos brotasen unas lágrimas, por lo que la señora le preguntó si estaba bien. –
Me siento muy sola – confesó entre
sollozos – Después de haber criado a
todos mis hijos, ellos ahora parecen que no me necesitan y me han dejado aquí
¡Cuántas veces los sostuve entre mis
brazos, los alimenté, recé por ellos, les di buenos consejos! Y sin embargo,
así me lo agradecen – La señora, cogiendo sus manos, la miró a los ojos y
dijo - También yo me siento así – Sobrecogida,
la anciana preguntó - ¿Tiene usted muchos
hijos? – Así es – contestó la señora – Muchos
– ¿Y no vienen nunca a visitarla? - Volvió
a preguntar – Sólo cuando quieren pedirme
algo – dijo ella bajando la cabeza. Y, cogiendo fuerzas, continuó – Siempre quise que todos mis hijos e hijas
vivieran felices, trabajé por ellos sin descanso, los eduqué lo mejor posible,
les di todo cuanto tenía, los alimenté con mi propio ser, los llevé en mis
entrañas dibujados, pero no conseguí cambiar sus corazones de piedra por unos
de carne capaces de sentir – Cuando
eran pequeños – dijo la anciana – Me
pasaba las noches enteras sin dormir velando su sueño. No me separaba de ellos
ni por un segundo, abrazándolos para que se sintieran queridos, protegiéndolos.
¡Tantos esfuerzos por puro amor! Y si enfermaban, entonces se me caía el alma
al suelo y no volvía a respirar hasta que se curaban. Pero ahora soy yo quien
está enferma, y nadie me cuida. Soy yo quien necesita su amor, y nadie me
abraza. Soy yo quien necesita hablar, y nadie me escucha… Señora – suspiró
la anciana - ahora que presiento que se
acerca mi hora, no quiero morir sola, y sin embargo así será – Las dos
mujeres apretaron sus manos en señal de complicidad - Te prometo que, cuando llegue ese momento, estaré contigo – Dijo la
extraña, pero la anciana, agradeciendo el gesto de cariño, sonrió sin prestarle
demasiada atención y, algo más repuesta, se despidió hasta el día siguiente.
Sin embargo, esa misma noche, tumbada en la cama, notó que la respiración se le
apagaba y sintió mucho miedo. Pero en ese momento, la habitación se iluminó con
la presencia de la Señora que había estado hablando con ella en el banco del
mirador, y la anciana, gastando sus últimas palabras, preguntó: - Amiga mía, me muero ¿Qué haces aquí? – Vengo
a cumplir mi palabra – dijo la extraña - ¡Nunca me dijiste tu nombre! ¿Quién eres? – insistió la mujer. Y la
señora, mirándola compasivamente, contestó: - ¿Acaso no me conoces, hija mía? Yo soy quien te ha visto llorar por tus
hijos, como yo he llorado también por los míos. Soy quien te ha visto sufrir
por ellos, como yo también sufro por toda la humanidad. Soy quien te ha visto
alimentarlos con tu propio ser, como yo a mis criaturas. Soy quien, cuando tú
me pedías fuerzas, yo te las daba. Y cuando me pediste aliento, te mostré mi
propia alma y mis sentimientos. Hija mía, yo soy tu Dios, que me he querido
mostrar a ti porque tú compartes las heridas de mi corazón y puedes comprender
mi sufrimiento y mi soledad. Tú eres un reflejo de Mí. – Y así, suavemente,
el Ser Supremo, disfrazado de Madre Divina con la espada de nuestro egoísmo clavada
en el pecho, cogió de nuevo la mano de la mujer y, quitándole toda angustia,
temor y dudas, se la llevó consigo a su propio Reino."
LA TABERNA DEL DERVICHE