Por mis hermanos y hermanas voy a decir,
la paz sea contigo. Por la Casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien.
He respondido al eco de la llamada de
Jerusalén, como tantas almas hicieron a través de los siglos, para rezar aquí y
volver dando testimonio de que, además de ser la Ciudad Sagrada, Jerusalén es
un estado del ser.
Aquí puedes sentir a Dios en las
entrañas oyendo cada una de tus oraciones. Puedes llorar de amor en el Muro,
postrarte ante esa Presencia que ha colmado tu espíritu en la Cúpula de la
Roca, o seguir las huellas de Jesús por la Vía Dolorosa hasta llegar al Santo
Sepulcro. Una tumba vacía porque él ha resucitado.
Jerusalén es tres veces santa y otras
tantas más por cada uno de los peregrinos que hasta aquí llegan, beben de ella,
y vuelven reconfortados. Jerusalén, sin duda, es la Casa del Señor. Un Dios
que, sin embargo, es tan grande que no cabe en todas sus iglesias, mezquitas y
sinagogas. Por eso tiene que repartirse entre nosotros.
Ahora, que es momento de partir, me
siento entristecido, no porque no haya sentido a Dios derramándose en mi corazón,
sino porque he visto la ignorancia en la que están inmersos mis hermanos y
hermanas. Bien dijo Anthony de Mello que Jerusalén era la ciudad donde todos dicen
amar a Dios mientras se odian a muerte los unos a los otros… Y desafortunadamente
también es eso lo que me he encontrado aquí.
Rezando en la Tumba del Jardín, buceando
en los misterios que mi mente esconde, e imaginando a Jesús caminando como un
hortelano por este lugar siglos atrás, escuché a un capellán que le decía a su congregación:
- Estoy alojado en un hotel musulmán. ¡Seguro
que eso es pecado! – Y me sentí muy triste, tanto por aquel hombre como por
la gente que le seguía, porque no habían comprendido el mensaje de amor del
Galileo ni aun leyendo claramente en el evangelio la parábola del
Buen Samaritano. Entonces, pensé, ¿de qué les servía venir a Tierra Santa,
rezar en los lugares donde Jesús estuvo, si no se esforzaban por hacer lo que él
hizo? Pero es que la cruz de Jesús pesa mucho.
Intentando olvidar lo sucedido, algunas horas
más tarde me dirigí a la Explanada de las Mezquitas y vi que un sinnúmero de policías
palestinos negaban el acceso al recinto a los no musulmanes, e igualmente pensé
que aquellos hombres no habían leído el versículo del Sagrado Corán que dice: “Es cierto que aquellos que han creído, los
judíos, sabeos y cristianos que creen en Allah y en el Ultimo Día, y obran con
rectitud, no tendrán nada que temer ni se entristecerán.” Sura 5; 69.
Y volví a entristecerme porque lo que
nos separaba era menor que el grosor de un hilo de seda, y sin embargo, algunos
hacen de ese hilo una enorme muralla que nadie puede salvar.
Por último, caminando por las
inmediaciones del barrio judío, un chico ortodoxo me llamó la atención para preguntarme
de dónde venía y si tenía antepasados hebreos. Yo le contesté que sí y
comenzamos una conversación donde al final me aseguró que la mejor religión era
la suya, y que los no judíos no deberían ni acercarse al Muro. Y mi alma acabó
de entristecerse porque aquel muchacho no había comprendido las palabras de Rabí
Hillel, que decía que la Torah podía resumirse en dos cosas: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo
como a uno mismo, y que todo lo demás eran notas a pie de página.
Entonces una idea me vino a la cabeza. Tenía
que hacer algo para romper esta tendencia fratricida… ¡y lo hice! A la mañana
siguiente, muy temprano, templé mi espíritu con el hálito del Señor para que me
diera fuerzas y me decidí a seguir la Vía Dolorosa, como un cristiano más, rezando
un Padrenuestro en cada una de sus estaciones hasta llegar al Santo Sepulcro, e
incluso más allá, a la Tumba del Jardín. Después, a medio día, subí a la
Explanada de las Mezquitas y recé en la Cúpula de la Roca y en la Mezquita Al
Aqsa, como musulmán. Y por último, al anochecer, me presenté ante Dios en el
Muro Occidental, como judío, rezando el Shemá Israel, para entregarle también lo
que había hecho ese día. Y, en aquel momento, bajo la luna llena del mes de
agosto, una fuerza sobrenatural inundó mi corazón y sentí en mis entrañas que
Dios me había sonreído y había aceptado mi ofrenda.
Una cruz para los judíos, una alfombra
para los cristianos y un talit para los musulmanes es quizás la fórmula de la
paz en Israel que nadie quiere seguir.
Y puede que lo que hice me cueste la
vida si alguno de los fanáticos que no dudan en acabar con aquello que no
comprenden, me esperen algún día para ajusticiarme. Pero puede que también haya
abierto un camino que nadie, en todos los años que Jerusalén lleva en pie, ha
hecho jamás. Abrir un camino de amor, de paz y de tolerancia. Tres religiones,
un mismo Dios, un solo corazón… pues tal vez eso era lo que el Señor esperaba
de mí.
Ahora que estoy de vuelta en casa, sé que
siempre permaneceré en Jerusalén honrando a mi buen Dios por los siglos de los
siglos. Por eso te vuelvo a decir, amigo y amiga desconocido que lees estas palabras,
As Salam Aleykum, Shalom, Que la Paz Sea Contigo. Y por la Casa del Señor,
nuestro Dios, te deseo todo bien. Maranatha.
“Comete pecado de idolatría quien adora a una religión en lugar de adorar a Dios” Profeta Muhammad