Cuando regresé de Jerusalén algo en mí
había cambiado. Según la
tradición rabínica, Jerusalén fue construida alrededor de la Roca Fundacional,
o Shejiná, es decir, el lugar donde la Presencia Divina tenía su morada
perpetua, a partir de la cual creó el mundo.
La experiencia de Dios que había tenido
rezando en Domo de la Roca - El
emplazamiento del antiguo Templo de Salomón donde se guardaba el Arca de la
Alianza - y en el Muro Occidental, elevaron mi alma hacia un lugar que las
palabras no pueden describir porque todavía no se han inventado palabras que le
hagan justicia. Tanto es así que, cuando volví a España, la gente me paraba por
la calle para decirme que mi rostro desprendía una hermosa luz que antes no
tenía. Me sentí tan inspirado, que escribí mi libro “Por los Caminos del Señor. Guía Histórica, Mística y Misteriosa de
Tierra Santa” en tan solo veinte días. Y tanto gustó a la editorial, que su
respuesta tampoco se hizo esperar.
Sin duda algo estaba pasando en mi alma.
Ahora sentía a Dios tan cerca de mí como mi propia vena yugular. Pero, por otra
parte, también comencé a pensar que nadie, ningún pretendido sacerdote, yogui,
rabino o maestro espiritual sabían nada acerca de Dios porque ellos no lo habían
sentido como yo, y tan solo sabían hablar de lo que leían en sus libros
sagrados. Pensé que para el resto del mundo, Dios era un gran misterio que
pretendían resolver buscándolo en las religiones o ignorándolo a través del
ídolo falso en que se ha convertido la ciencia.
Sin darme cuenta, empecé a ganar
arrogancia y a perder humildad, hasta que una noche, roto de dolor, no tuve más
remedio que levantarme de la cama. Mi mujer, asustada, llamó inmediatamente a
la ambulancia. Algo no andaba bien. Llegados al hospital, me diagnosticaron una
enfermedad muy dolorosa que me mantendría postrado durante un tiempo
indeterminado. Tanto fue así, que tenía que tomar calmantes cada cuatro o cinco
horas, alimentarme solamente de líquidos e ingerir una serie de pastillas entre
relajantes musculares, analgésicos y antibióticos.
Al principio, aun con dolores
insoportables, miraba al cielo y sonreía porque pensaba que aquello también era
una manifestación del poder de Dios. Durante las dos semanas siguientes mi
oración fue: - Dios mío, si quieres,
puedes sanarme, mas hágase tu voluntad y no la mía – No obstante, poco a
poco el dolor fue penetrando cada vez más en el interior de mi alma y empecé a
preguntarme por qué Dios me había abandonado. ¿Dónde quedaba mi complicidad con
Él y mi confianza absoluta en sus designios? ¿Dónde estaba Dios mientras yo
sufría? Además del dolor del cuerpo, también comenzó a dolerme la fe... y la
luz de mi rostro se apagó de repente.
Tengo que confesarlo. Enfurecido, me dirigí
a mi mezquita y le exigí que me curara de una vez, que se hiciese mi voluntad y
no la suya. Grité, vociferé y dije cosas sin sentido.
Desafortunadamente, al día siguiente todos
los dolores de mi cuerpo se habían esfumado, pero el sufrimiento no había desaparecido,
sino que se había colado en mi alma. ¡Sentí que me había separado de Dios, que
no había superado la prueba! Una simple enfermedad había sido suficiente para
alejarme de Él.
Jesús soportó padecimientos terribles.
Francisco de Asís igualmente estuvo aquejado de una dolorosa enfermedad que le
acompañó durante toda su vida. Infinidad de mártires murieron por su fe
mientras yo, que tan solo un par de meses antes había tenido una increíble Teofanía,
ahora me enfadaba por una maldita e insignificante dolencia. ¡Qué bajo había
caído y qué duro fue el golpe! Tanto, que me costó más recuperarme de él que de
mi enfermedad anterior. Si antes no podía levantarme de la cama porque el
cuerpo no me lo permitía, ahora era mi alma quien se quejaba amargamente... El carácter
me había cambiado, no encontraba la luz por ninguna parte ni tampoco sabía qué
hacer. Temía no poder volver a unir lo que yo mismo había roto. No me
consideraba digno ni de rezar, pero solo rezando podía pedir perdón.
Con el espíritu sangrando, llamé a mi
maestro y le conté lo que me había sucedido. Su respuesta fue demoledora: - Tu enfermedad fue la cura que Dios te mandó
para sanar tu ego. La experiencia de Dios no debió hacerte más soberbio, sino
más humilde. Recuerda que Jesús, el hijo de Dios, no vino a este mundo a ser servido, sino a servir –
Mi maestro solía decir a menudo: - A veces puedo hacerme tan pequeño como un
granito de arena para coger en cualquier parte - No obstante, por la fama
de milagrero que tenía, nosotros pensábamos que podía cambiar su aspecto a
voluntad, no obstante él nunca se refirió a su cuerpo, sino a su propio ego. La
vanidad aleja al hombre de Dios y de sus hermanos, y es peor que cualquier virus
o bacteria, porque contra ella el único remedio es querer curarse. Pero el
vanidoso - lo digo por experiencia - está
tan a gusto con su mal, que no busca la cura.
Aquella enfermedad me restituyó mi
debilidad, y por ella he vuelto gustoso a bajar la mirada y he devuelto el
poder de mi vida al dueño de mi alma, deseando una y mil veces cualquier dolor
del cuerpo al del espíritu. Ahora solo espero no olvidarme jamás de quién manda
y cumplir fielmente con mi cometido, que es el de ser un siervo fiel que
comprende que su cometido es servir, no ser servido, y que todo lo que viene de
Dios es un regalo, duela o no… Así, esta mañana, en el espejo, aquella luz que
antes se había apagado, creo que ahora vuelve a estar encendida.
La Taberna del Derviche