lunes, 14 de noviembre de 2016

Descenso a los Infiernos





Cuando regresé de Jerusalén algo en mí había cambiado. Según la tradición rabínica, Jerusalén fue construida alrededor de la Roca Fundacional, o Shejiná, es decir, el lugar donde la Presencia Divina tenía su morada perpetua, a partir de la cual creó el mundo.
La experiencia de Dios que había tenido rezando en Domo de la Roca - El emplazamiento del antiguo Templo de Salomón donde se guardaba el Arca de la Alianza - y en el Muro Occidental, elevaron mi alma hacia un lugar que las palabras no pueden describir porque todavía no se han inventado palabras que le hagan justicia. Tanto es así que, cuando volví a España, la gente me paraba por la calle para decirme que mi rostro desprendía una hermosa luz que antes no tenía. Me sentí tan inspirado, que escribí mi libro “Por los Caminos del Señor. Guía Histórica, Mística y Misteriosa de Tierra Santa” en tan solo veinte días. Y tanto gustó a la editorial, que su respuesta tampoco se hizo esperar.
Sin duda algo estaba pasando en mi alma. Ahora sentía a Dios tan cerca de mí como mi propia vena yugular. Pero, por otra parte, también comencé a pensar que nadie, ningún pretendido sacerdote, yogui, rabino o maestro espiritual sabían nada acerca de Dios porque ellos no lo habían sentido como yo, y tan solo sabían hablar de lo que leían en sus libros sagrados. Pensé que para el resto del mundo, Dios era un gran misterio que pretendían resolver buscándolo en las religiones o ignorándolo a través del ídolo falso en que se ha convertido la ciencia.
Sin darme cuenta, empecé a ganar arrogancia y a perder humildad, hasta que una noche, roto de dolor, no tuve más remedio que levantarme de la cama. Mi mujer, asustada, llamó inmediatamente a la ambulancia. Algo no andaba bien. Llegados al hospital, me diagnosticaron una enfermedad muy dolorosa que me mantendría postrado durante un tiempo indeterminado. Tanto fue así, que tenía que tomar calmantes cada cuatro o cinco horas, alimentarme solamente de líquidos e ingerir una serie de pastillas entre relajantes musculares, analgésicos y antibióticos.
Al principio, aun con dolores insoportables, miraba al cielo y sonreía porque pensaba que aquello también era una manifestación del poder de Dios. Durante las dos semanas siguientes mi oración fue: - Dios mío, si quieres, puedes sanarme, mas hágase tu voluntad y no la mía – No obstante, poco a poco el dolor fue penetrando cada vez más en el interior de mi alma y empecé a preguntarme por qué Dios me había abandonado. ¿Dónde quedaba mi complicidad con Él y mi confianza absoluta en sus designios? ¿Dónde estaba Dios mientras yo sufría? Además del dolor del cuerpo, también comenzó a dolerme la fe... y la luz de mi rostro se apagó de repente.
Tengo que confesarlo. Enfurecido, me dirigí a mi mezquita y le exigí que me curara de una vez, que se hiciese mi voluntad y no la suya. Grité, vociferé y dije cosas sin sentido.
Desafortunadamente, al día siguiente todos los dolores de mi cuerpo se habían esfumado, pero el sufrimiento no había desaparecido, sino que se había colado en mi alma. ¡Sentí que me había separado de Dios, que no había superado la prueba! Una simple enfermedad había sido suficiente para alejarme de Él.
Jesús soportó padecimientos terribles. Francisco de Asís igualmente estuvo aquejado de una dolorosa enfermedad que le acompañó durante toda su vida. Infinidad de mártires murieron por su fe mientras yo, que tan solo un par de meses antes había tenido una increíble Teofanía, ahora me enfadaba por una maldita e insignificante dolencia. ¡Qué bajo había caído y qué duro fue el golpe! Tanto, que me costó más recuperarme de él que de mi enfermedad anterior. Si antes no podía levantarme de la cama porque el cuerpo no me lo permitía, ahora era mi alma quien se quejaba amargamente... El carácter me había cambiado, no encontraba la luz por ninguna parte ni tampoco sabía qué hacer. Temía no poder volver a unir lo que yo mismo había roto. No me consideraba digno ni de rezar, pero solo rezando podía pedir perdón.
Con el espíritu sangrando, llamé a mi maestro y le conté lo que me había sucedido. Su respuesta fue demoledora: - Tu enfermedad fue la cura que Dios te mandó para sanar tu ego. La experiencia de Dios no debió hacerte más soberbio, sino más humilde. Recuerda que Jesús, el hijo de Dios, no vino a este mundo a ser servido, sino a servir
Mi maestro solía decir a menudo: - A veces puedo hacerme tan pequeño como un granito de arena para coger en cualquier parte - No obstante, por la fama de milagrero que tenía, nosotros pensábamos que podía cambiar su aspecto a voluntad, no obstante él nunca se refirió a su cuerpo, sino a su propio ego. La vanidad aleja al hombre de Dios y de sus hermanos, y es peor que cualquier virus o bacteria, porque contra ella el único remedio es querer curarse. Pero el vanidoso - lo digo por experiencia - está tan a gusto con su mal, que no busca la cura.
Aquella enfermedad me restituyó mi debilidad, y por ella he vuelto gustoso a bajar la mirada y he devuelto el poder de mi vida al dueño de mi alma, deseando una y mil veces cualquier dolor del cuerpo al del espíritu. Ahora solo espero no olvidarme jamás de quién manda y cumplir fielmente con mi cometido, que es el de ser un siervo fiel que comprende que su cometido es servir, no ser servido, y que todo lo que viene de Dios es un regalo, duela o no… Así, esta mañana, en el espejo, aquella luz que antes se había apagado, creo que ahora vuelve a estar encendida.


 La Taberna del Derviche