Jerusalén huele a incienso, pero también a cera y a
alfombras persas de miles de nudos donde los hijos del Islam se postran para
rezar a un mismo Dios. Jerusalén fue tres veces santa porque Jesús caminó por
sus calles. Porque aquí, bajo el Cenáculo,
el rey David descansa hasta el día de la resurrección; y porque desde la roca
que hay bajo el Domo, en la Explanada de
las Mezquitas, el profeta Mahoma
hizo su viaje nocturno al Trono de Dios.
Pero Jerusalén, como antaño, sigue siendo santa porque,
en diversos lugares de la ciudad todavía se esconden viejos eruditos que se
dedican a pasarse los secretos de la creación al oído, uno por uno, en sus
silentes reuniones, donde la oscuridad es su fiel aliada. Esos secretos que
están ocultos en el Tanaj – Antiguo Testamento - pero
también en los versos del Corán e incluso en las parábolas de los Evangelios.
Los verdaderos peregrinos que llegan a Jerusalén no
quieren conquistar la ciudad, sino más bien ser conquistados por ella. Por la
magia de sus noches, por el aroma de sus zocos y por el embrujo de sus lugares
sagrados. Da igual si se llama a la
oración con el repicar de unas campanas, con el sonido del shofar o con el canto del muecín, porque fue entre estos olivos
donde nació nuestra fe y es bajo este cielo cargado de ilusiones donde se
alimenta.
Reyes y
Emperadores se han sentado en su trono. Profetas y herejes han horadado sus
colinas. Soldados romanos, persas, egipcios y babilónicos la destrozaron en
innumerables ocasiones, pero Jerusalén siempre ha vuelto a ponerse en pie. La
Ciudad de la Paz se yergue hoy en el corazón de Israel como la promesa de lo
que algún día podría ser. Como la esperanza inmaculada de un sueño que anhela
hacerse realidad. Una ilusión que sus habitantes, y la mayoría de peregrinos
que llegan hasta aquí, empero han olvidado.
Lo que para
el descreído no son más que un conjunto de páramos secos y tierras áridas sin
ningún valor, para los creyentes de las tres religiones Abrahámicas, es el
lugar más preciado del mundo; el país de las siete especies - uvas, trigo, cebada, higos, aceitunas,
dátiles y granadas. El enclave en que la Biblia sitúa el Templo de Salomón, donde el hombre podía
comunicarse con Dios; La montaña que escuchó las palabras de Jesús, un carpintero
de Nazaret que dejó su oficio para convertirse en el Mesías de los pobres y en
la nueva luz del mundo; Y el río del renacimiento, que aquí llaman Jordán, el
cual es capaz devolverte a la orilla convertido en un hijo de Dios.
Desde los
altos del Golán hasta Egipto, cada una de las rocas, árboles e incluso granos
de arena de esta pequeña parcela del mundo, son sagrados porque pudieron ser
testigos de las historias más relevantes de la humanidad. Aquellas que tienen
como protagonista a un único Dios y a unos hombres que en tanto parecen querer acercarse
como alejarse de Él.
Hasta aquí
vinieron unos extraños Magos, los primeros peregrinos, procedentes quizás de
Persia, para traer regalos al niño que estaba destinado a cambiar el destino de
los hombres. Un niño que venía profetizándose desde las primeras páginas del
libro del Génesis, y que, hace poco menos de dos mil años, creció a la vera de
estos campos, de estos olivos, de este mar y de este desierto.
En algún
lugar debajo de la Explanada de las Mezquitas, o de las inmediaciones de la
tumba desconocida de Moisés en los montes Abarim, Jordania, se encuentra
escondida el Arca de la Alianza. Una caja de madera y oro que tiene el poder de
separar los ríos y de comunicarnos directamente con Hashem, el Dios de la
montaña.
En este río
bautizaba un tal Juan, el profeta del desierto, cuya cabeza pidió Salomé a
Herodes Antipas como premio por un mísero baile.
Desde aquí
partió Jacob huyendo de la hambruna para llegar a Egipto, donde a la postre sus
hijos serían esclavizados. Y hasta aquí volvieron los descendientes de aquellos
Israelitas que fueron testigos de la separación de las aguas del Mar Rojo, que más
tarde atraparon entre sus abisales profundidades a los ejércitos del faraón.
En el Sinaí,
Yahvé se presentó en forma de zarza ardiente ante corazón prendido de un
hombre; y desde la cumbre del Horeb hizo descender sus Leyes a una comunidad
que, desafortunadamente, miraba hacia otro lado. Esas normas que todavía, más
de tres mil años después, siguen guiando la vida de muchos hombres y mujeres de
buena voluntad.
Pero si todo
esto aún no ha conseguido seducirles, déjenme también hablarles de los días de
Herodes el Grande, del Templo de Jerusalén y de la Fortaleza Antonia. Viajen
conmigo a Caná de Galilea, a Cafarnaúm y a Nazareth, buscando las huellas de un
tal Jesús, al que llaman el Cristo. Y de unos caballeros de origen francés que
se encerraron en el palacio del rey Balduino I, donde antiguamente se ubicaban
las caballerizas del Templo, para escavar sin descanso hasta que encontraron
algo que les hizo enormemente ricos y poderosos. De cómo las guerras
fratricidas entre cristianos y musulmanes, que llamamos cruzadas, terminaron
con un apretón de manos entre Federico II
y el sultán al Kamil.
Permítanme que
les cuente la historia de una tierra que fue testigo de los prodigios más increíbles
de la humanidad, donde la Mirada del Señor todavía está puesta en el Muro
Occidental, en la Cúpula de la Roca y en la Vía Dolorosa.
No obstante,
antes de continuar, permítanme también prevenirles, porque el lugar donde vamos
a entrar, es sagrado. Por tanto, háganse merecedores de dicha condición y
respondan, como tantos otros peregrinos con el correr de los siglos, al llamado
de Jerusalén, donde podremos escuchar las voces de nuestros hermanos y
hermanas, que quedaron atrapadas en el tiempo, rezando en cada capilla, en cada
templo, en cada mezquita y en cada sinagoga. Dejemos que Jerusalén nos cambie y
busquemos, además de los lugares litúrgicos, los enclaves históricos donde se
produjeron los relatos que hemos venido leyendo en la Torah, en los Evangelios
y en el Corán.
Guiémonos
con el corazón mientras dejamos que la mente se entretenga recitando las
jaculatorias propias de nuestra religión. Aquí, bajo estos cielos, en el verdor
de los campos de Galilea, entre las pirámides de Egipto, en Kadesh Barnea y en
el monte Tabor está la presencia del Señor… Velad, en la siguiente página
empieza nuestra peregrinación, hay que estar listos.