lunes, 20 de agosto de 2018

Una experiencia sagrada

Como sabéis, hace ahora nueve meses que volví de Etiopía. Allí me encontré con escenas que difícilmente podré olvidar. Lecciones de vida impagables que si no vives en primera persona, serán difíciles de comprender. No obstante, intentaré explicarme... Recuerdo que uno de los últimos días en Lalibela - una de las dos ciudades sagradas del cristianismo etíope - pasé delante de un hombre que vendía recuerdos y baratijas sentado en una silla plegable a la vera del camino, las cuales tallaba con sus propias manos. Su sonrisa me invitó a pararme y a curiosear entre su mercancía, más por el deseo de ayudarle que por el interés en lo que ofrecía. No obstante, y sin saber todavía cómo ocurrió, el hombre me llevó a su casa: una choza redonda hecha de adobe, con el techo de ramas, que se encontraba a pocos metros detrás de él. Allí descubrí a su familia, la cual se componía de tres personas: su esposa; su hija - una niña pequeña vestida con un desgastado trajecito rosa - y a una mujer anciana que posiblemente sería la madre de él o de ella. A su alrededor se extendían unos camastros sobre el suelo y un puchero de café especiado con cardamomo que amablemente me invitaron a probar. Fue en ese lugar, entre moscas, chinches, pulgas y miseria, donde la sonrisa de una familia hizo que mi corazón se encogiera y que la vida volviera a mi desgastada alma. Mirando a sus ojos humildes y bondadosos, me di cuenta de que el más pobre de todos los que estabamos allí era yo. Ellos se tenían los unos a los otros. Yo, sin embargo, ¿qué tenía? Mis seres queridos estaban a miles de kilómetros de mí. Fue en una pequeña choza de Etiopía donde comprendí el valor de la familia, y que la felicidad no se encuentra en acumular cosas, sino en cuidar de la gente que te quiere... un amor que también incluye el perdón. Cuando salí de aquella cabaña, compré una cruz tallada a mano por mi nuevo amigo y regresé al hotel. Una cruz que, cada vez que la miro, me recuerda que a veces hay que viajar muy lejos para aprender a valorar las cosas que tenemos más cerca. Construir una familia no es fácil. Hay que superar muchos obstáculos, pero estoy convencido que al final, si todos queremos, merecerá la pena. Te envío aquella cruz para que, cuando pienses que todo está perdido, o que una riña puede separate de tus seres queridos, recuerdes que hay algo sagrado en la familia por lo que merece la pena pelear. Por favor, no te rindas. 

Manuel Fernández Muñoz