Como hace algunos años pensé que la idea de meditar era
muy romántica, me eché los sueños a la espalda, hice las maletas y decidí
viajar a la India más mágica para encontrar un viejo maestro en la cima de
alguna montaña que me enseñara el arte de meditar, con barba larga, hábitos extravagantes,
y capaz de hacer milagros.
Ya me imaginaba sentado en un oscuro templo rodeado de monjes sabios y misteriosos que se pasaban en voz baja, de uno a otro, los secretos de la creación.
Ya me imaginaba sentado en un oscuro templo rodeado de monjes sabios y misteriosos que se pasaban en voz baja, de uno a otro, los secretos de la creación.
Sin embargo, cuando llegué a la India, lo peor que me pudo
pasar fue que encontré a un maestro de verdad, aunque no el que yo había imaginado.
Durmiendo cada día sobre esteras echadas en el suelo de
cemento, tuve que cambiar la nívea blancura de aquella alta montaña de mis
sueños por las sucias calles de Delhi, el silencio de los bosques por el ruido
de los coches, el templo adornado con pan de oro por una vieja casa de paredes
mal encaladas.
Además, cada día tenía que luchar contra las cucarachas,
los chinches, los mosquitos y las pulgas con los que compartía habitación, los
cuales tenían más derecho que yo por llevar más tiempo allí. Debía, además, extremar
la precaución para no beber agua del grifo, tener prudencia a la hora de ir al
baño y sobrevivir comiendo verduras hervidas con arroz sin que mi estómago
dijera nada al respecto.
Las numerosas horas, sobre el cojín de meditación, hacían que mi
espalda tuviera que soportar el peso del cuerpo y un intenso dolor me recorría
la columna vertebral de arriba abajo.
No obstante, al cabo de un tiempo, cuando regresé a España, había dejado
en la India todas mis ideas románticas acerca del arte de la meditación,
pero me había traído conmigo una paz interior como jamás habría podido imaginar. Una
luz en el alma que las palabras no pueden describir.
Así descubrí que realmente la meditación es el trabajo de
los héroes, no el divertimento de los traficantes de milagros, ni el pasatiempo
de los adictos a vestir sus egos con ropas de otras tierras.
Mi maestro no era un monje con viejos hábitos, sino un
zapatero remendón cuya sola presencia hacía que mis lágrimas subieran del corazón
hasta los ojos. Sin embargo, él había conseguido convertirse, a través de la bondad, en un maestro de
vida, alguien que, sólo con su presencia, podía conducirte de un estado a otro
superior.
Su práctica diaria era desear, de alma a alma, en silencio, paz y felicidad a todos aquellos con quien se cruzara, ya fueran buenos o malos, grandes o pequeños, lejanos o cercanos, visibles o invisibles.
Desear felicidad a todos los seres era algo tremendamente difícil para el ego, pero para el alma era como un soplo de aire fresco.
Cuando nos impartía sus enseñanzas, antes se postraba ante
nosotros. Igualmente, si tenía que subirse a algún lugar para que todos
le viéramos, primero nos pedía perdón. Justo en el instante en que le vi, me
quedé prendado de él ¿cómo no hacerlo delante de alguien tan humilde? ¿Cómo no
enamorarme de alguien así y seguirle a donde quiera que fuese?
Qué bonito Manuel, me encanta. Muchas gracias por tu LUZ
ResponderEliminarHumildad en ese ego y valor para él y el reconocimiento de la verdad.
ResponderEliminarBesos,
tRamos
Humildad en ese ego y valor para él y el reconocimiento de la verdad.
ResponderEliminarBesos,
tRamos
Muchas gracias Tramos y Sara. Un abrazo
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