Paseo por los
alrededores del Bósforo buscando el barrio de Eyub. A veces canto y bailo mientras alguna ancianita, cargada de
arrugas, menea la cabeza bajo su pañuelo pensando que estoy ebrio... y lo
cierto es que es verdad. He probado el vino del Amor y me he emborrachado ¿Cómo
si no podría pasar las noches de ramadán en Estambul rodeado de tanta belleza?
En algún lugar alguien llama a la oración y yo acudo ¿Cómo negarme a quien me
invita a entrar al Paraíso? Bajo mi frente el cielo huele a alfombras turcas de
mil nudos. Cuando salgo de la mezquita, el mundo ya no es el mismo, o soy yo
quien ha cambiado. Decía un antiguo refrán sufí que si el viaje no te cambia no
es un viaje.
En silencio, deshago
mi camino cruzando la ciudad hasta Sultanahmed,
lo que me da la oportunidad de pasar por decenas de tumbas de santos y
derviches que se reparten por Estambul, algunos casi olvidados incluso por sus
propios convecinos. Turquía, en esta época, es un hervidero de gente que se
agolpa sobre todo en los parques frente a Aya Sophia, pero a esta hora de la
noche todo está en calma y los cientos de personas que han peregrinado hasta aquí, duermen a la vera de
la Mezquita Azul esperando el canto del almuédano invitándoles a la oración más
madrugadora. Todo el mundo duerme para el corazón que ha despertado.
Bordeando el Palacio de Topkapi, con la mente serena,
bajo por el camino que lleva hacia mi hostal. La visión nocturna de los altos minaretes
iluminados como agujas que rasgan el cielo nocturno es un canto para el alma y
una increíble postal para el recuerdo. Sin embargo, en una de las esquinas que
hace la acerca cuando se curva a la derecha, justo detrás de una papelera, la
silueta de un niño pequeño, de unos seis o siete años, me hace estremecer el
corazón. Acurrucado en la pared, tiene metida la barbilla en el pecho
intentando conciliar el sueño.
Mi alma me empieza a
hablar a gritos mientras sus ropas, harapientas, no me permiten continuar. - Tengo que hacer algo – recapacité, y sin
pensármelo dos veces, saqué la chocolatina que tenía en el bolsillo y, mientras
el pequeño abría los ojos, notando mi presencia, me agaché junto a él y se la
ofrecí.
Sus ojos eran
oscuros y tenía la cara llena de churretes. Debo confesar que tuve que hacer un
terrible esfuerzo para no llorar y mostrar mi mejor sonrisa mientras sus manos,
temblorosas y desconfiadas, cogían mi regalo. - ¿Qué haces durmiendo aquí? – Me atreví a preguntarle – My father finish in Siria – Dijo con voz
entrecortada agachando de nuevo la cabeza, tratando de tragarse su dolor, mientras
de sus ojos comenzaban a brotar unas lágrimas que intentaba disimular.
Tratando yo también de
digerir aquella información, acaricié su cabecita y le di algún dinero, sin
embargo, mientras me alejaba, mi alma no me dejaba de gritar, pero ¿qué podía
hacer? En solo unos segundos mis pies habían bajado del cielo a la tierra
recogidos a toda prisa por la terrible realidad del sufrimiento, de las lágrimas
de un niño pequeño, del dolor de una víctima de la ignorancia humana, la cual
consiente en matarse unos a los otros en aras de un Dios que ni siquiera
conocen. Un Dios que, en realidad, estaba en ese niño pequeño que había tenido
que huir de su país para no morir y ahora se deshacía llorando echado en una
esquina junto al Palacio del Sultán. Pero curiosamente, nadie reconocía a este
Dios, ni luchaba por Él, quizás porque este Dios no es conveniente a los intereses
humanos, y sin embargo no hay más Dios que Él, y quien ve más dioses
tiene un problema de visión y de amor.
Arrastrado por mi
conciencia, me metí en uno de los restaurantes que permanecían abiertos junto a
mi hostal y compré dos kebab. Debo confesar que desandar mis pasos para volver
a buscarle fue uno de los momentos más increíbles de mi viaje, donde me encontré
a mí mismo, a la persona que quería llegar a ser, pudiendo sentir cómo mi corazón
saltaba de alegría dentro del pecho mientras los ángeles me acompañaban en mi
camino de regreso. Pero, de repente, un pensamiento me detuvo. ¡Quizás el
pequeño ya no estaba allí! Quizás tan solo había sido una alucinación mía, un
espejismo de mi alma… Y debo confesar que recé para que todo aquello hubiera
sido un delirio de mi mente.
Caminé despacio
hasta el recodo de la acera que escondía el lugar donde aquella criatura se había
refugiado anteriormente, y deseando ver el hueco vacío, me asomé… pero el
pequeño seguía allí. ¡No había sido una alucinación! A pesar de lo que piensen
algunos, el dolor ajeno no es una ilusión. E, intentando digerir tantos
sentimientos encontrados, disfrutamos juntos de la cena riendo mientras me
decía que él era del Barça y yo trataba de convencerle de que el Atlético de Madrid era
mejor.
Cuando regresé al
hostal aquella noche y llamé a mi mujer, ella me preguntó qué había estado
haciendo todo el día. Yo le contesté: - He
visto cómo es mi alma cuando está junto a Dios y ahora sé hacia dónde debo conducir
mis pasos –
Quien tiene amor en su
corazón, lo reparte a quienes le rodean. Quien tiene alegría en su mente,
contagia esa alegría al mundo. Quien tiene bondad y compasión, no puede
guardarla como el avaro su tesoro. ¡Qué riqueza es tener para poder dar!
Dicen que judíos, cristianos, musulmanes, blancos y negros, somos
diferentes, sin embargo, en todos los lugares donde he estado, los niños quieren
jugar, las madres se preocupan y los ancianos dan consejos. Por tanto, ¿qué es
lo que nos diferencia? ¿Qué nos hace tan distintos para no poder sentir
compasión por todos los seres que sufren y tratar de ayudarlos?
Mi religión se llama Amor
y mi práctica es tratar de ver la Bondad que se esconde en todos los seres,
porque en todos los seres mi Dios se oculta y se reparte. Por tanto, si hiciera
daño a uno solo de ellos, aunque fuera el más pequeño, a Dios mismo estaría
dañando y faltando al pilar fundamental de mi credo. Sé que esto no será
entendido por muchos, pero es que ellos no siguen mi religión. Yo no sé lo que
otros creen, pero sé que yo creo en el Amor. Al sordo le da igual que le hables
a gritos y al ciego le da igual que le enseñes el Paraíso… pero al amor, solo
una mirada le es suficiente.
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