Capítulo Final
Por la noche Konya se viste con el encanto místico de
los lugares que guardan antiguos secretos ocultos a la vista de los buscadores,
pero que llaman al alma a escuchar su vieja canción.
Cuando por fin el guarda cerró la puerta del museo, salí de mi escondite. El retrato de Mevlana estaba sobre el edificio mortuorio que albergaba su bendito cuerpo.
Cuando por fin el guarda cerró la puerta del museo, salí de mi escondite. El retrato de Mevlana estaba sobre el edificio mortuorio que albergaba su bendito cuerpo.
Decidido a honrar al maestro, abrí el Corán y entoné
algunas suras esforzándome por retener las lágrimas. También quise salmodiar sus
poemas junto con esbozos de versos de mi propia inspiración.
De repente el interior del edificio comenzó a cubrirse
con una espesa y densa niebla. Cientos de susurros entre las sombras anunciaban
la presencia de seres de otros tiempos. Un frío glacial me recorrió el cuerpo
al escuchar el sonido del ney proveniente de algún rincón de la mezquita donde
empezaron a formarse también figuras de aspecto humano.
Sin saber por qué, me levanté, miré el reloj, cerré
los ojos y, muerto de miedo, di el azdhan llamando a la oración de la noche. Al
terminar, abrí de nuevo los párpados y descubrí que centenares de entidades acudían
a mi llamada atravesando las paredes, bajando del cielo o recorriendo las
calles de la ciudad hasta llegar hasta aquí para formar hileras dispuestos a
inclinarse ante el buen Dios según la religión de Muhammad. Algunos vestían chilabas, otros se ocultaban bajo
capas oscuras, muchos tenían sus cabezas cubiertas con turbantes de diferentes
colores.
Sobre nosotros, la tumba de Mevlana parecía brillar
con luz propia. El rostro translúcido de quien estaba delante de mí se dio la
vuelta y me miró a los ojos para pedirme que diera el iqama, el último aviso
que precede al rezo.
Terminado el salat, los orantes fueron sentándose alrededor del oratorio ocupando los puestos que venían guardando quizás desde hacía
siglos. El samá estaba a punto de comenzar. Un lugar vacío llamó mi atención y,
precavido, caminé despacio hacia él. El sueño se había cumplido y por fin pude
sentarme bajo el océano celeste color turquesa mientras, uno a uno, hombres y
mujeres vistiendo hábitos monásticos, que les hacían parecer lirios blancos, fueron
desfilando hasta el centro del edificio. Como por encanto, comenzaron a girar sobre sus pies
desplegando a la par las manos y, mediante alguna clase de magia, sus ropas también
se abrieron como flores anhelando la luz del sol.
Igual que Ulises al ver las playas de Ítaca, mi
corazón, al contemplar su danza, supo que el viaje había concluido. Por fin
había vuelto al hogar. Mi alma descansó ocupando el sitio libre que había
quedado en la mezquita quizás esperando pacientemente también mi retorno. Así,
dichoso, feliz, mi mirada se posó en el gran Maestro de derviches y nuestros
ojos se volvieron a reconocer. ¡Aquella barba blanca! Su figura era la viva
imagen del retrato que colgaba sobre el sepulcro. Era él quien se me había
aparecido en sueños.
Sonriendo se acercó a mí, extendió su mano y me
ordenó:
-¡Gira! Tus
hermanos te esperan –
-No
sé girar – balbuceé
-Recuerda, tan
solo tienes que extender tus manos, liberarte de todo odio y llenarte de amor.
¡Gira! – insistió
-¡No puedo
girar! – grité rompiendo a llorar
-¡Gira! –
dijo por tercera vez – En el Nombre de tu
Señor que te ha creado. ¡Levántate! –
Luchando contra mí mismo, finalmente me rendí, le di la mano y, sin
saber cómo, empecé a girar delante de él. A medida que bailaba, todo alrededor
se fue difuminando y diluyendo. Primero desaparecieron los colores, luego las
formas, después hasta yo mismo me desvanecí y nada de mí quedó. Dejé marchar
aquél quien creía ser, lo que quería y lo que creí saber. Con el giro
desaparecí por completo hasta que una inmensa paz se estableció en mi mente y
en mi corazón. De repente ya no era consciente si giraba o estaba parado. Todo,
dentro y fuera, era serenidad, silencio y paz.
Tras un lapso de tiempo que no pude medir, el baile
fue ralentizándose y el mundo volvió a surgir con sus colores y formas.
Al detenerme no sentí mareo alguno, tan solo ligereza
en el alma. Me había vaciado de todos los lastres que me ataban y, como un
recién nacido, no podía dejar de sonreír.
Tras inclinarme ante Mevlana, besé su mano y regresé a
mi asiento. Debía dejar su turno a los demás.
-Los
hermanitos hindúes se sientan a esperar la suprema vibración que los haga
vaciarse de todo – dijo el
espíritu que se sentaba a mi lado - Nosotros
giramos con la creación. Así, soltando el odio, nos llenamos de amor y de esa
forma podemos convertirnos en Hijos de Dios –
-¿Cada
cuanto tiempo se repite esta ceremonia? - pregunté
-Debemos
renovar todas las semanas nuestros votos danzando para soltar la ignorancia y poder
unirnos con el Señor. Lo hacemos para recordar que nuestra perdición es el
olvido del amor, lo que nos conduce al sufrimiento y al odio. Cuando la luz de
Dios aparece, que es el amor, el odio y el sufrimiento desaparecen como la
oscuridad –
-¿Por
qué me siento como en casa? – pregunté de nuevo esta vez sin esperar respuesta
-Majnun,
los corazones más grandes son los que más sufren, por eso necesitan vaciarse completamente
de tanto sufrimiento para llenarse otra vez de amor y recuperar la vida. Es por
eso que debemos morir, para reencarnar, porque hay dolores tan profundos que ni
siquiera con el giro se pueden soltar. Entonces debemos nacer de nuevo para
aprender otra vez a amar –
Viajando con la velocidad del rayo volvieron a mi memoria
sucesos de épocas pasadas, de vidas pasadas. De repente reconocí el rostro del
fantasma que tenía a mi lado, me recordé en otro cuerpo, en otro lugar y un enorme
y antiguo dolor regresó a mi consciencia.
-Por
fin te has perdonado. Ya no tendrás que regresar – dijo mi viejo amigo
-¡Sí!
He tenido que perderos a todos para volveros a encontrar – balbuceé reconociendo a la vez mi
alfombra de oración sobre la que estaba sentado
-¡No
te alejes nunca más de nuestro lado! – dijo ofreciéndome un rosario de oración
-
¡Por fin puedo descansar! – dije mientras lo tomaba.