Hace algunos años un grupo de españoles fuimos
a casa de un maestro sufí al sur de marruecos deseando recibir una práctica
espiritual. Cuando llegamos, vimos a un pobre anciano repartiendo agua en la
mezquita a los que allí rezaban y le preguntamos por el Sheij pero, encogiéndose de hombros, por respuesta solo
nos ofreció un poco del líquido manjar. Todos mis acompañantes rechazaron
tomarlo al descubrir que del mismo vaso habría bebido antes una gran cantidad
de gente y fui yo el único que acepté beber de él, descubriendo en los ojos de
aquel hombre un brillo especial. No dije nada y, después de hacer las dos
postraciones de respeto a la mezquita, permanecí a su lado ayudándole en su
labor mientras mis compañeros seguían indagando sin éxito dónde se encontraba
el maestro. Después de un rato, el anciano, mirándome a los ojos, me preguntó:
- ¿Tú no buscas al maestro? – Señor – contesté – Yo busco a Dios y Él pone en
mi camino maestros de los que aprender - ¡Has contestado muy bien! – dijo con alegría
- pero veo que no sabes repartir el agua; te voy a enseñar cómo hacerlo. Cuando
llenes el vaso debes decir mentalmente: "La ilaha ill Allah" Y si la
persona lo toma, añades: "Muhamaddan Rasulluhlah" – Pero ¿y si no la
toma? – pregunté desconcertado - Entonces no temas por él, porque no es de los
nuestros y pronto se separará de nosotros – En aquel momento comprendí lo que
había pasado, tomé su mano y grité: - ¡Maestro! – y él, abrazándome, añadió –
¡Querido niño! –
Como
había vaticinado, al poco tiempo después, mis compañeros y yo tomamos caminos
muy diferentes, teniendo además conceptos muy distintos del sendero del Amor
Divino. Ellos nunca encontraron al maestro en aquel lugar y supongo que aún lo
siguen buscando.
Extracto
de mi libro; LA TABERNA DEL DERVICHE
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