Permítanme contarles una vieja historia
como nunca antes la han escuchado, un antiguo cuento que haré nuevo para todos
ustedes, la vida de un hombre que se convirtió en un Budha, de un Budha que se
hizo Dios. Y no digo un dios, sino Dios.
Podrán creerme o no, allá
ustedes, que no es mi misión hacer apostolado, ni tener discípulos o crear una
nueva religión, sino contar historias, y con esas historias, hacerles soñar con
un mundo nuevo y mejor. Con un mundo donde, a través del propio esfuerzo, unido
a amor y a la devoción, se puede trascender la naturaleza de todas las cosas.
Pues verán, empiezo, hace mucho
tiempo, en una lejana tierra, en el seno de una familia muy humilde, una mujer
quedó encinta. Devota esposa y fiel amante de su marido, tenían ellos una
extraña religión que adoraba a un solo Dios que, además, no podía ser visto.
Rara situación era ésta, que se
adore lo que no se puede ver, ni tocar, ni oler, ni visitar en cualquier
templo. Pero, en cambio, ese Dios podía ser sentido y oído, y Su Santuario se
encontraba en el corazón de todos los seres. ¡Esa era su morada! Porque ¿cómo
poner puertas al mar o ventanas al cielo? ¿De qué manera se puede encerrar la
Inmensidad?
Era tal la relación que tenían
con aquella Divinidad, que se consagraron por completo a buscar Su Presencia, y
por consiguiente, le consagraron igualmente la criatura que ella llevaba en su
vientre.
Desde aquel momento, sucesos
imposibles comenzaron a acontecer. Visiones celestiales, música angelical, premoniciones.
Una nueva comunicación se había abierto con la Eternidad, quizás a causa de la
criatura no nacida o quizás a causa de su propia intimidad con aquel Dios
invisible al que se podía llegar a través de la fe.
Tal vez las profecías del aquel
antiguo pueblo se habían cumplido, puede que fuesen ellos los custodios de un
Maestro destinado a guiar a la humanidad. Madre y Padre del Príncipe de la Paz.
A causa de la tiranía del
opresor, temiendo por sus vidas, avisados en sueños por una inspiración divina,
salieron de su tierra buscando un nuevo destino lejos de la cruz imperialista.
Así, de esa guisa, en algún lugar al abrigo de la noche, nació el niño que
estaba destinado a convertirse en el Hijo de Dios.
Y los milagros continuaron
sucediendo a su alrededor. Extraños personajes se les acercaban viendo en el
pequeño al profeta más grande de todos los tiempos.
Así el niño fue creciendo, y en
su interior, una llamada, un anhelo, una extraña intimidad con aquel Dios
desconocido para el extranjero, e incluso desconocido también para los de su
propia nación, pues el joven había aprendido a ver a Dios en las cosas y a las
cosas en Dios, hasta que ya no hizo distinción entre unas y otro, sino que todo
lo existente era el cuerpo del Señor.
Aprendió también a callarse a sí
mismo para aprender a escuchar la música de las esferas, aprendió a distinguir
el susurro de la creación, una nana que cantaba el Padre del mundo, una secreta
confidencia entre la criatura y su Creador.
Y ese anhelo, lejos de menguar,
fue creciendo más y más. Y viajó por esa bendita tierra aprendiendo el
conocimiento de los místicos del saber de su propia religión, santos, eruditos,
profetas… de todos ellos bebió, hasta que por fin encontró a quien lavó su
cuerpo en las benditas aguas de la purificación, enderezó su camino allanando
los caminos del Señor.
Entonces sucedió algo prodigioso.
Cierta mañana, en su bautismo, cuando salió del río, se oyó la Voz de ese buen Dios,
que a la vista de todos, confesó: - Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy –
El impacto fue tal, que tuvo que
retirarse a un lugar desértico para asimilar lo que había vivido, para vestirse
de Iluminación, para estar a solas con su alma, para llorar y templar su mente
en aquel nuevo estado, superar los miedos y vencer al ego, a los apegos, a la
ira, al rechazo y al miedo, para alejarse de todo lo que le alejaba de Dios. Un
nuevo ser había nacido, más perfecto que el anterior. Ya no había otra cosa en
su corazón que no pronunciara el Nombre de Dios.
Por la fortuna del Señor, y por
su enorme devoción, había llegado hasta la Flor de Loto del Último Límite,
había alcanzado lo que otros llamaban la Budeidad.
Dentro de su alma se despertaron
poderes latentes, podía realizar milagros, curar enfermos, expulsar demonios,
ver el futuro y resucitar a los muertos. Todo esto pudo hacerlo porque se había
vencido a sí mismo, había vencido al mundo y retornado al seno del Señor.
Pero no solo curaba cuerpos, sino
también el alma de los paralíticos que no querían esforzarse para levantarse de
su mediocridad y luchar por ser algo mejor. A los leprosos de espíritu, que
apestaban a todos con el hedor de su vanidad. A los ciegos, que se negaban a
ver la Gloria de ese Buen Dios. Y además resucitaba a los muertos en vida,
enseñándoles que la existencia es mucho más que disfrutar de los placeres del
buen vino y el buen yantar.
En su camino tuvo predilección
por los pobres, por los afligidos, por los desahuciados y enfermos… aquellos a
los que nadie quería ni prestaba atención. De su mano, el Amor de Dios llegó a
ellos con este mensaje:
- Recordadme, que Yo nunca os he
olvidado. Regresad a Mí, que mi Paraíso no está completo sin ti -
Pero tampoco fue esto suficiente
para aquél que conocieron con el nombre de Jesús, pues, aunque llegó a la
Budeidad, su sed de Dios no se apagó, y para hacerse más digno, aun siendo ya
perfecto, quiso superar los límites de la iluminación.
Aunque sentía a Dios muy cerca,
seguía habiendo distancia entre los dos, y aquella distancia era lo que le
quebraba el alma, el dolor que le hacía pasar las noches en vela llorando de
pasión. Aun llegando a donde nadie había llegado, todavía no estaba colmada su
entrega y su devoción.
Entonces fue probado de nuevo, se
hizo una flecha en las manos de aquel extraño Dios, que le pidió absolutamente todo
lo que tenía, y él se lo entregó. Le entregó su cuerpo, y fue arrestado,
maltratado y asesinado como un malhechor.
Le entregó su posición, y todos
sus discípulos le dieron la espalda y le abandonaron en los momentos de miedo y
terror.
Le entregó también su nombre,
olvidando que era Hijo de Dios.
Le entregó a su madre, le entregó
su vida y finalmente le entregó su espíritu con una exhalación. Y justo en
aquel momento, la tierra detuvo su órbita y se estremeció, porque el que había
nacido como hombre, el que fue reconocido como Hijo, ahora se había fundido en
el Señor. Ahora eran Uno y el mismo. El hombre ya no existía, quizás nunca
existió, ahora quedaba Dios solo, Uno solo, Jesús había conseguido por fin destruir
el maldito dos. Así, a los tres días, con un nuevo cuerpo, el que nació como
hombre resucitaba como Dios, y todos sabemos que Dios no puede morir.
Esta es la historia de un hombre
que se convirtió en un Budha, de un Budha que quiso dejar de serlo para
fundirse en Dios. Quizás piensen que es un cuento triste, pero realmente es una
historia de Amor. Un Amor tan grande que consiguió unir tres en uno, Amante,
Amor y Amado, hasta que solo Dios quedó. Una historia que nos enseña que, allá
donde la virtud florece, en cualquier acto cotidiano cuajado de compasión, está
el camino al cielo, está el abrazo del Señor.
Jesús, el Budha, eres tú mismo,
hombre o mujer, que te sientes inspirado a llenar tu vida con actos de amor. Allá
donde la virtud florezca, está el espíritu del Hijo de Dios. Por eso Jesús no ha
muerto, y donde dos o tres se reúnen para ayudar al enfermo, al necesitado, a la
viuda o al huérfano, él está trabajando también en medio de ellos. Tan solo hay
que querer reconocerlo. Él no es diferente a la mejor versión de ti, como tú no
eres diferente de Dios. Jesús está en ti, como lo está Dios, pero recuerda que
Jesús es el Caminante, el Amante. Nuestras acciones son el Camino, también
llamado el Espíritu del Santo del Amor. Y el Amado es nuestra meta, otro de los
Nombres de Dios. Nunca hubo otra trinidad que esta, y al final, el secreto está
en que solo hay Uno, sin tres, sin dos, sin Jesús, sin ti, sin mí, sin otro yo que
Dios… Pues más allá de Él, todo es ilusión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario